sábado, 1 de noviembre de 2008

MÉXICO PARA PRINCIPIANTES - HOY: DÍA DE MUERTOS - PARTE 2.

Carlos Malbrán

“Lady Calavera”, José Guadalupe Posada



Yo quiero que a mi me entierren,
como a mis antepasados...
En el vientre oscuro y fresco,
de una vasija de barro...

Cuando la vida se pierda,
tras una cortina de años...
Vivirán a flor de tiempo,
amores y desengaños...

Arcilla cocida y dura,
alma de verdes collados...
Luz y sangre de los hombres,
sol de mis antepasados...

Aqui nací y aquí vuelvo,
arcilla, vaso de barro...
Con mi muerte vuelvo a ti,
a tu polvo, enamorado...
Danzante ecuatoriano, música de Benítez-Valencia, sobre versos del poeta Jorge Carrera Andrade, los escritores Hugo Alemán, Jorge Enrique Adoum y el pintor Jaime Valencia.

En el norte argentino, aún perdura “el velorio del angelito”. Cuando muere un niño, lo colocan sobre una mesa, rodeada de velas y profusamente adornada con flores; se cubre el techo de la habitación con una sábana blanca que simboliza el cielo. Se cree que siendo un inocente, está libre de pecado y por ello tiene asegurado su ingreso al paraíso.
Esto es motivo de regocijo y entonces bailan y cantan toda la noche. Al llegar la mañana, entonan un motivo conmovedor con aire de baguala y luego parten al cementerio.

Ay, ay, ay, ayayaitay...
suelta el violín su llantito
quiere ayudarme a olvidar
la muerte del angelito

Velay si era chiquitito
sin un pecado solito
que Tata Dios se lo ha llevao
será de verlo solito

Hasta el kakuy del silencio
dolido huyó de las ramas
cuando la caja del alma
por el camino sonaba…
“Cuando Muere el Angelito”, Eugenio Inchausti - Marcelo Ferreyra.
Podría suponerse también que lo que se festeja es que el inocente se fue de este mundo sin haber tenido que votar y con ello sentirse culpable del accionar de nuestros políticos, pero eso es algo sobre lo que no tengo pruebas.

En México, ni la ferocidad de la conquista española, ni la tenacidad de la invasión cultural que aún continúa, han conseguido acabar con los elementos básicos del culto a los muertos. Para los mexicas el rumbo que tomaba el alma después de la existencia terrena, tenía relación con la forma en que se moría y no con el comportamiento en la vida.
Los niños muertos iban al Chichihuacuauhco, un maravilloso paraíso en el que había un árbol de cuyas ramas goteaba leche dulce que los alimentaba. Ellos volverían a la tierra cuando la raza que la habitaba fuera destruida. De la muerte renacería la vida.
Las mujeres que morían en el parto, eran comparadas con los grandes guerreros, ya que habían librado un gran combate por la vida. Eran enterradas con magnos honores y partían hacía el Omeyocan, el paraíso del sol, presidido por Hutzilopochtli, destino de los que morían en combate y los cautivos que eran sacrificados. Ellos, por su valentía, acompañarían siempre al sol, para después de cuatro años regresar al mundo convertidos en hermosas aves de plumas multicolores.
Tláloc era el dios de la lluvia y dueño del Tlalocan, adonde se dirigían los ahogados, los que morían por efectos de un rayo u otra causa que tuviera que ver con el agua.
Pero si usted, como cualquier hijo de vecino, moría de muerte natural, estaba destinado al Mictlán, reino de Mictlantecuhtli y Mictacacíhuatl, señor y señora de la muerte. Un sitio muy oscuro del que ya no era posible salir. El camino hasta allí era difícil y tortuoso. Por eso el difunto era enterrado con un perro, que le ayudaría a cruzar un río, para llegar, después de cuatro años, frente a Mictlantecuhtli, a quien tenía que entregar una ofrenda de teas, cañas perfumadas, ixcáltl, (algodón), mantas e hilos colorados. Por eso los muertos eran enterrados con todo lo que en vida habían usado y también lo que necesitarían en el largo camino. Instrumentos musicales de barro, como ocarinas, flautas, sonajas con forma de calaveras, timbales y cráneos de piedra, jade o cristal. En las tumbas se colocaban también braseros e incensarios. Las fiestas en honor de los difuntos eran muy importantes y en ellas la gente acostumbraba colocar altares con ofrendas para homenajear a sus fallecidos, tal el origen de los actuales altares de muertos.
Los conquistadores estaban empeñados en acabar con todo culto que no fuera el suyo, pero no consiguieron hacer desaparecer éste: los indígenas se limitaron a correr la fecha para hacerla coincidir con el 1 y 2 de noviembre, la celebración católica de “Todos los Santos” y “Fieles Difuntos”.
Este noviembre como siempre ha de florecer el cempasúchil, con sus veinte pétalos radiantes y amarillos para estar en las ofrendas. Del viejo cajón de los recuerdos salen las fotos, algunas en blanco y negro. Hay que colocarlas en los altares de muertos. Una mesa, cubierta con un mantel blanco, o forrada con papel de china, servirá para hacer uno y dedicarlo a un familiar o amigo.
Busquemos aquello que vida les gustaba a nuestros amados difuntos: dulces palanquetas; arroz con leche, que no le falte su canelita, (a papá le gustaba así). Aromático pollo con mole poblano; sabrosos chiles rellenos, tamales, frijoles, sal, tortillas, y también un trago, porque además viene el abuelo. Hay que poner sus herramientas. El viejo era albañil orgulloso de su oficio, que se sienta cómodo en ésta que fue y es su casa. Tiene que haber velas, tabaco, un sahumador para quemar copal, que el humo sube hacia los aires y ha de marcarle el camino a nuestros muertos. Compremos pulque curado, que era lo que tomaba mi tío; también chocolate, tequila, mezcal, cerveza, que no les falte nada a nuestros muertitos.
Oye, busca la foto de Pedro Infante, que le gustaba a mi papá como cantaba y la Frida Kahlo, que tanto sufrió tullida la pobrecita, ponla ahí junto a nuestra virgencita de Guadalupe. Homenajeemos a los que hoy nos visitan y desde aquel lugar lejano del que no hay retorno vienen a vernos, transformados en espíritus benévolos, para traernos la luz de su amor.
Los cementerios se visten de fiesta y cada tumba queda convertida en una obra de arte hecha con flores multicolores, no faltando quien lleve mariachi para que interprete aquellas canciones que tanto gustaban a la madre ausente.
¡Claro, claro! Que empiecen con “Las Golondrinas”, que fue con lo que la despedimos:

A dónde irá veloz y fatigada
la golondrina que de aquí se va;
o si en el viento se hallará extrañada,
buscando abrigo y no lo encontrará

Junto a mi lecho le pondré un altarcito
en donde pueda la estación pasar;
también yo estoy en la región perdido,
ah cielo santo, y sin poder volar.

Mansión de amor, celestial paraíso,
nací en tu seno y mil dichas gocé;
voy a partir a lejanas regiones
de donde nunca yo jamás volveré.
”La Golondrina”, Nicolás Juárez.

Suena el mariachi. De algún recuerdo se escapa una lágrima, mezcla de dolor y de gozo, porque ella se fue, pero no completamente: está aquí. Si, aquí, en los corazones de aquellos que amaba y que hoy entonan a coro sus canciones preferidas.
En la cultura occidental y cristiana la palabra muerte es siempre evitada. Por su historia, el mexicano, que también le teme, ha aprendido a convivir con ella, como con una parte de la vida misma, quizás porque comprende que la muerte nos iguala, más allá de nuestra condición social, liberándonos de los dolores y vanidades de la vida. Un grande de la canción ranchera: José Alfredo Jiménez nos dice en “Camino de Guanajuato”:

No vale nada la vida,
la vida no vale nada;
comienza siempre llorando,
y así llorando se acaba.
Por eso es que en este mundo
la vida no vale nada…